martes, 3 de agosto de 2021

De lo que pudo haber acontecer y de lo que no aconteció.

“Mi madre se presentó en el cuartel” era la frase que se había quedado colgada en mi cabeza tras ver el vídeo en el que la hija de María Silva relataba el último día en que la vieron con vida. “ Mi madre se presentó en el cuartel”. Indudablemente, para quienes conocemos la historia de los sucesos, esta frase de siete palabras encerraba mucha más carga semántica de la que aparentaba. María Silva sabía que iba a morir, conocía las caras de los que serían sus asesinos. Sabía que iban a por ella, que era una venganza por haber podido escapar de la choza. Sabía, porque en su corazón y sus entrañas quedaron impregnados para siempre el olor grasiento y pegajoso de la carne humana carbonizada, que no pararían hasta encontrarla. Sabía, porque en sus oídos quedaron grabados para siempre los gritos de dolor y terror, que si ella no se presentaba, vendrían a su casa a buscarla. Quiso, por amor a sus hijos, evitarles aquella imagen que nunca más olvidarían. Incluso sabía, que si era necesario, volvería a arder su casa con todos dentro y que, si una vez escapó, esta vez no lo lograría. Así que, cuando conoció la noticia de que todas aquellas personas que habían participado en los sucesos, tres años atrás, debían personarse en el cuartel de la Guardia Civil en el plazo de cuarenta y ocho horas, sabía perfectamente que aquella sería su sentencia de muerte. Y yo, que había oído la historia mil veces a lo largo de toda mi vida, no podía dejar de pensar en cómo habrían sido las últimas horas de vida de María Silva, en su corazón desbocado al pensar que sólo tenía dos días para dejar muchas cosas planteadas, en la incertidumbre, en el insomnio, en el dolor por el pasado y el presente, en el tiempo que apremiaba, en las horas y los minutos que se sucedían de forma vertiginosa, en su deambular por la casa observándolos a todos mientras dormían. No habría cogido nada. No se habría dilatado en la despedida. Habría querido que su hijo pensara que volvería pronto y, de todos modos, sabría que tampoco lo necesitaría. Simplemente habría cogido su pequeña bolsa de tela, se habría colocado el mandil limpio que usaba para salir de casa, habría mirado a su hijo sin que la vieran y habría espetado un: ¡bueno, voy a salir. Ahora vuelvo! Ya fuera, las pupilas de su marido se habrían clavado en los ojos húmedos y torturados de María.( ... )