domingo, 15 de noviembre de 2020

Escollos, Gema Estudillo

 Escollos


Era aún joven, no lo sé,

a no ser por algún crujido

nunca tuve la sensación del discurrir del tiempo

mientras caminaba por las calles de París, 

Besançon o Colonia,

mientras abordaba trenes que iban hacia alguna parte

-aunque yo no sabía muy bien a dónde me dirigía-

a alguna ciudad en la que yo pudiera pegar mis carteles, 

Diusburg, Leverkusen, Bielefeld

u otras que me pillaban de paso en el tránsito

hacia otro lugar, 

carteles que decían, -busco algo, decidme qué-

bajo la lluvia eterna de ciudades del norte, 

en cafés silenciosos con olor a té, 

leyendo un libro

mientras veía caer la nieve a través del cristal

en la frondosa alameda del café Elefant,

-buscando qué-

portales Jugendstill

anunciando como un faro que allí vivió Henrich Böll

o recordando otros edificios aún más antiguos

donde vivió Courbet a orillas del Doub, 

escaparates de cafés que protegían del frío

y enfrente, junto a un árbol amarrada,

mi famélica bicicleta,

que luego me robaron en la estación de tren.


Y cada mañana un ticket de ida y vuelta, 

6,80 la hora

-ich muss arbeiten-

los ojos bien abiertos en la Bahnhof

más para oír que para ver, 

más para entender este idioma endiablado

que para mirar

-si abres bien los ojos,

escuchas mejor,

tú,pez boqueante asfixiado en una charca-

Desde el andén la ciudad gris, trazada de cables, 

es tan fea como las demás. 


El café Granvelle con su decoración de

fin de siècle y su tertulia filosófica

cerca de la universidad,

rue de la prefécture.

El café Fleur, donde descubrí que Aquisgrán

no era un país de oriente medio, 

y aquel loco que sudaba

y se quitó la camiseta,

corrí a la estación como una loca

intuyendo

que no quería clases de español.

El café Schmitz

con sus encuentros y desencuentros

-por qué nos buscamos, incansablemente,

a nosotros mismos en los demás-


El tiempo frío y gris

me sienta bien,

atempera mi carácter nostálgico,

arropa soledades que me acompañan desde antaño,

esta balsa oleaginosa en la que flota

mi espíritu,

El tiempo,

verticalidad constante,

equilibrio suicida sobre el que mantenerse.

Horas de silencio tras la ventana de un patio ciego

en el que se oía música y caía la nieve,

horas de silencio en el dormitorio de un lycée,

en las paradas de metro, en los taxis,

en los aviones, en el vagón de las bicis,

el tiempo tronando

tic, tac… tic, tac

y el mundo se desvanece

se desdibuja cada segundo un poco más

- que más da,

el tránsito por la vida es casi imperceptible-

el tiempo resbalando por las fachadas,

derritiendo la nieve.


Toda la noche estuvo nevando

y yo no lo oí,

nunca antes había sucedido en mi presencia

y no lo intuí,

me perdí el descubrimiento del hecho mágico,

no percibí la transitoriedad del otoño al invierno

como tampoco la del ayer hasta ahora.

Simplemente abrí la ventana

y ya estaba allí,

adherido a las hojas,

imitando su forma,

cada una de ellas reproducida en blanco

desde el centro a la punta,

nieve sobre pinocha

en un alarde de equilibrio,

cristales centelleantes bajo la luz

aún tenue de la mañana,

el crepitar del hielo bajo mis pisadas,

tintineo cristalíneo en la noche ahogada.


Montañas ingentes de Sant Luc

que tanto me sobrecogieron,

valle profundo,

cicatriz negra abierta de par en par

bajo el claro de luna.


Antros de hampones en la Beidengasse,

mendigos y sombras que rondaban por las calles

del Eigelstein a la catedral,

vivían en las galerías del metro de Ebertzplatz.

Tuertos, sucios, escuálidos,

cargados con sus mochilas y repletos de pústulas,

que bebían cervezas con el dinero

del Pfand.

Mujeres semidesnudas apostadas a trece grados

bajo cero

en el alféizar de una ventana de primera planta

que dejaba ver una cama sucia, 

desordenada, lista para usar.

Me crucé con el camello que salió de su portal

cerrándose la bragueta

y abrochándose el cinturón,

mientras sus amigos le esperaban en un coche

aparcado en la puerta.

Como quien viene de solventar

una necesidad imperiosa.

Me clavó sus pupilas con una media sonrisa maliciosa

y esbozó un -hallo-.


Die rote Lampe,

die rote Lampe

a orillas del Rhin.

Kioskos del barrio con luces rojas.

Eigelstein,

piedra sobre piedra,

calzada romana,

familias judías al completo

grabadas en plaquitas doradas

en las aceras,

-escollos- los llaman- stolpersteine-

para recordarnos

que caminamos con una piedra dentro el zapato 

y se llama Sonja Schmidt,

deportada a Auschwitz en 1941

Siete miembros de una misma familia

había incrustados en las piedras

del suelo

nada más salir de mi portal.

Universo, oscura boca de cántaro

en tus paredes rebotan eternamente sus nombres.


Y ahora estoy aquí en la arena,

a 2371 kms y veinte años

y no lo vi,

no lo intuí,

entre la desembocadura del río y la playa

en este cerco en el que me arrodillo sin ver el mar

en el que invoco todos vuestros recuerdos

en este enorme útero terrestre

-qué será del tiempo

-qué será de nosotros

en qué universo paralelo podremos asistir

y salir indemnes

al espectáculo doloroso y siniestro

de nuestra propia transitoriedad.

Gema Estudillo