Escollos
Era aún joven, no lo sé,
a no ser por algún crujido
nunca tuve la sensación del discurrir del tiempo
mientras caminaba por las calles de París,
Besançon o Colonia,
mientras abordaba trenes que iban hacia alguna parte
-aunque yo no sabía muy bien a dónde me dirigía-
a alguna ciudad en la que yo pudiera pegar mis carteles,
Diusburg, Leverkusen, Bielefeld
u otras que me pillaban de paso en el tránsito
hacia otro lugar,
carteles que decían, -busco algo, decidme qué-
bajo la lluvia eterna de ciudades del norte,
en cafés silenciosos con olor a té,
leyendo un libro
mientras veía caer la nieve a través del cristal
en la frondosa alameda del café Elefant,
-buscando qué-
portales Jugendstill
anunciando como un faro que allí vivió Henrich Böll
o recordando otros edificios aún más antiguos
donde vivió Courbet a orillas del Doub,
escaparates de cafés que protegían del frío
y enfrente, junto a un árbol amarrada,
mi famélica bicicleta,
que luego me robaron en la estación de tren.
Y cada mañana un ticket de ida y vuelta,
6,80 la hora
-ich muss arbeiten-
los ojos bien abiertos en la Bahnhof
más para oír que para ver,
más para entender este idioma endiablado
que para mirar
-si abres bien los ojos,
escuchas mejor,
tú,pez boqueante asfixiado en una charca-
Desde el andén la ciudad gris, trazada de cables,
es tan fea como las demás.
El café Granvelle con su decoración de
fin de siècle y su tertulia filosófica
cerca de la universidad,
rue de la prefécture.
El café Fleur, donde descubrí que Aquisgrán
no era un país de oriente medio,
y aquel loco que sudaba
y se quitó la camiseta,
corrí a la estación como una loca
intuyendo
que no quería clases de español.
El café Schmitz
con sus encuentros y desencuentros
-por qué nos buscamos, incansablemente,
a nosotros mismos en los demás-
El tiempo frío y gris
me sienta bien,
atempera mi carácter nostálgico,
arropa soledades que me acompañan desde antaño,
esta balsa oleaginosa en la que flota
mi espíritu,
El tiempo,
verticalidad constante,
equilibrio suicida sobre el que mantenerse.
Horas de silencio tras la ventana de un patio ciego
en el que se oía música y caía la nieve,
horas de silencio en el dormitorio de un lycée,
en las paradas de metro, en los taxis,
en los aviones, en el vagón de las bicis,
el tiempo tronando
tic, tac… tic, tac
y el mundo se desvanece
se desdibuja cada segundo un poco más
- que más da,
el tránsito por la vida es casi imperceptible-
el tiempo resbalando por las fachadas,
derritiendo la nieve.
Toda la noche estuvo nevando
y yo no lo oí,
nunca antes había sucedido en mi presencia
y no lo intuí,
me perdí el descubrimiento del hecho mágico,
no percibí la transitoriedad del otoño al invierno
como tampoco la del ayer hasta ahora.
Simplemente abrí la ventana
y ya estaba allí,
adherido a las hojas,
imitando su forma,
cada una de ellas reproducida en blanco
desde el centro a la punta,
nieve sobre pinocha
en un alarde de equilibrio,
cristales centelleantes bajo la luz
aún tenue de la mañana,
el crepitar del hielo bajo mis pisadas,
tintineo cristalíneo en la noche ahogada.
Montañas ingentes de Sant Luc
que tanto me sobrecogieron,
valle profundo,
cicatriz negra abierta de par en par
bajo el claro de luna.
Antros de hampones en la Beidengasse,
mendigos y sombras que rondaban por las calles
del Eigelstein a la catedral,
vivían en las galerías del metro de Ebertzplatz.
Tuertos, sucios, escuálidos,
cargados con sus mochilas y repletos de pústulas,
que bebían cervezas con el dinero
del Pfand.
Mujeres semidesnudas apostadas a trece grados
bajo cero
en el alféizar de una ventana de primera planta
que dejaba ver una cama sucia,
desordenada, lista para usar.
Me crucé con el camello que salió de su portal
cerrándose la bragueta
y abrochándose el cinturón,
mientras sus amigos le esperaban en un coche
aparcado en la puerta.
Como quien viene de solventar
una necesidad imperiosa.
Me clavó sus pupilas con una media sonrisa maliciosa
y esbozó un -hallo-.
Die rote Lampe,
die rote Lampe
a orillas del Rhin.
Kioskos del barrio con luces rojas.
Eigelstein,
piedra sobre piedra,
calzada romana,
familias judías al completo
grabadas en plaquitas doradas
en las aceras,
-escollos- los llaman- stolpersteine-
para recordarnos
que caminamos con una piedra dentro el zapato
y se llama Sonja Schmidt,
deportada a Auschwitz en 1941
Siete miembros de una misma familia
había incrustados en las piedras
del suelo
nada más salir de mi portal.
Universo, oscura boca de cántaro
en tus paredes rebotan eternamente sus nombres.
Y ahora estoy aquí en la arena,
a 2371 kms y veinte años
y no lo vi,
no lo intuí,
entre la desembocadura del río y la playa
en este cerco en el que me arrodillo sin ver el mar
en el que invoco todos vuestros recuerdos
en este enorme útero terrestre
-qué será del tiempo
-qué será de nosotros
en qué universo paralelo podremos asistir
y salir indemnes
al espectáculo doloroso y siniestro
de nuestra propia transitoriedad.
Gema Estudillo
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