La isla de Siltolá. Sevilla
2020
Por Gema Estudillo.
Realidad, de José Manuel Benítez Ariza, debió haber llegado a mi buzón a mediados de marzo; sin embargo, no pudo ser, pues su autor no pudo realizar su envío hasta pasada la cuarentena del Covid19. Comprenderán que un poemario llamado Realidad me haga cuestionar, tras su lectura, si yo habría abordado su análisis de la misma manera de haber recibido el libro a su debido tiempo. La “nueva normalidad” o “neorrealidad” en la que se circunscribió su lectura me obligó a abordar el comentario de la misma teniendo en cuenta algunos postulados de la Estética de la Recepción. En el punto de partida de dicha estética encontramos lo que Gadamer denominó en su hermenéutica “horizonte de expectativas” tanto del autor como del lector. Los materiales con los que Ariza trabaja su poemario provienen, por un lado, de la profunda observación que ha desarrollado gracias al acuarelismo; por otro, de la experiencia vital que le proporciona la meditación e indagación en la realidad necesarias para llevar a cabo el hecho literario. Entre las expectativas que pudo manejar para escribir su libro, nunca estuvo, con toda seguridad, la de escribirlo para un lector cuya percepción de la realidad vendría condicionada por el hecho de vivir, o haber vivido, una pandemia.
Nos interesa, por tanto, anotar, al menos de pasada, los dos horizontes que perfiló Jauss al aplicar la teoría de Gadamer a los estudios literarios: por un lado, el horizonte de expectativas conforme al cual el autor produjo el texto: el deseo de atrapar lo trascendente, efímero y casi imperceptible en una sociedad abocada al trabajo, al compromiso social, a la rapidez y poca significación de las ideas, poco acostumbrada a la observación de la naturaleza y a la vida contemplativa, y por ende, despegada de la realidad intangible de las cosas; y por otro, el horizonte de expectativas del presente desde el cual dialoga el lector con el texto, que en mi caso, condicionada por los estrechos límites de una realidad circuncidada durante casi tres meses, consistía en hallar en la palabra un lugar al que huir de esa extraña “nueva” realidad impuesta que me proporcionara, al mismo tiempo, el ánimo suficiente para afrontarla. En el poema final:
LA DIFERENCIA
Será todo tan simple
como la diferencia entre estar y no estar.
El canto de los pájaros
o el olor de la jacaranda en flor
en la honda madrugada
no tenderán a converger
en tu clara conciencia
de otra mañana jubilosa.
Faltará esa conciencia,
pero allí seguirán,
dando razón de ser a la mañana,
las flores y los pájaros.
Y nadie notará la diferencia.
hay, pues, un horizonte del autor y otro del receptor, uno del pasado y otro del presente, que confluyen y acaban encontrándose condicionados por el antes y el después de una determinada experiencia vital: la privación de libertad, que añade una carga semántica con la que el autor no contó.
El libro consta de cinco partes: Realidad, Diez acuarelas, Diagnósticos razonados, Waterford y Fugaces. Su poema “Realidad” es, también, toda una declaración de intenciones: “Si miras con ojos entornados, /si sostienes esa mirada anómala, / pierde la realidad su consistencia sólida, sus perfiles precisos, / y todo tiende a disolverse/ o a volatilizarse, /… Es lícito, por tanto, dudar de ella.” En esa duda, en ese lugar impreciso entre lo real y lo imaginario, la vigilia o el sueño, la imagen o su reflejo, la intuición o la seguridad, es donde se sitúa el poeta y donde, quizás la vida, adquiere mayor sentido. “Alguien trazó a tus pies un círculo de tiza/ y te dijo que nunca debías transgedirlo.” Es el margen en donde el poeta se sabe “poroso y hecho también de material soluble.”. La niebla o la lluvia, la conciencia o la inconsciencia, “la levedad de lo invisible que sustenta y calla”, el gris del claroscuro, el limbo entre la vida y la muerte. La realidad y la neorrealidad en la que autor y lector se encuentran.
En Diez acuarelas los poemas no escapan a la pincelada acuosa con la que el poeta quiere plasmar la realidad en el lienzo de papel. El color ( “ Busca uno esa sombra, esa penumbra azulada sustraída a ese otro azul ígneo, gaseoso, del que venimos”) , la luz ( “ Y aquí y allá un toque de blanco:/ últimas galas de la muerte”) y el volumen ( “ Detrás, la posibilidad – sólo la posibilidad – de espacios habitados, de estancias oreadas y de profundidades en penumbra”) juegan un papel importante en el diálogo que el poeta establece con la realidad ( “ Pintas o miras estas casas como quien se abraza al pretil que le impide caer la otro lado” ).
La observación de la naturaleza como fuente de reflexión y de conocimiento nos aboca, indefectiblemente, a la cuestión del tiempo, del tránsito hacia la muerte (“La muerte está en el centro, no antes ni después. / Fluyen todos tus días hacia ella/ como el agua que corre al sumidero” o “Debo dejar de ser para fluir”). La permanencia o mutabilidad de las cosas que nos rodean: juguetes, desechos, “zapatos rutilantes”, anuncios de viajes, se convierten así en objetos-testigo del paso del tiempo (“También los humildes enseres nuestros son/ vestigios de otro tiempo, de otra vida”. )
A la aguda observación, a la capacidad del poeta para captar el instante preciso en que la realidad muta, debemos también algunas preciosas imágenes, como la del momento en que los “vendedores de paraguas en todas las esquinas/ han trocado su oscura mercancía, su carga de murciélagos dormidos, / en prestigiosas gafas de cristales tintados” o “En la batea del puesto de pescado toda esa quincalla de perecederos brillos “.
Con un bagaje tan denso y apreciado, y atendiendo a las especialísimas circunstancias en que se produjo su lectura, debo reconocer que Realidad llegó como agua de mayo y que, como muchas otras manifestaciones artísticas que vinieron a salvarnos durante unas durísimas semanas, cumplió, con creces, lo que Jauss denominó “función social de la poesía”. Jauss afirmaba que "La literatura y el arte sólo se convierten en proceso histórico concreto cuando interviene la experiencia de los que reciben, disfrutan y juzgan las obras. Ellos, de esta manera, las aceptan o rechazan, las eligen y las olvidan.”. Elijo disfrutarla y, tras la ardua empresa con la que autor y lector intentan desenmarañar los hilos y nudos que conforman nuestra realidad y establecer un cruce de caminos donde encontrarse, agradezco a Benítez el regalo citando los delicados versos de este poema:
LOS CUATRO ELEMENTOS
A ti reintegraré mi cuerpo, tierra.
Agua, a tu cielo volverá la parte
de mí que es agua. A ti devolveré,
aire, cuanto de mí al aire pertenece.
Como un niño que acaba de construir
un castillo en la arena y lo abandona
-Aire, agua, tierra – al viento y la marea.
Y si vida y espíritu no son
sino particulares formas
de la conflagración de cuanto existe,
a ella devolveré la llama que arde en mí,
y así la deuda quedará saldada.
Otros vendrán y tendrán otras visiones. No dejen de disfrutarla.
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