domingo, 8 de septiembre de 2019

Desde mi balcón.


Un grupo de 7 chicos de unos 24 o 25 años sale del portal. Sólo diviso sus cabezas, sus cabellos esculpidos, algo de sus rostros, aunque sin llegar a reconocer todos sus rasgos. Desde arriba sus piernas son cortas y delgadas. Abandonan el portal con bolsas de plástico en las que esconden alcohol. No poco para 7 personas. Como por arte de magia, aparece un taxi pirata en la esquina. El conductor les pregunta si van hacia una discoteca a unos 4 kms fuera del pueblo. 5 € por cabeza. No está mal. Si consigue 4 o 5 grupos esta noche, la cosa habrá sido jugosa. Es la primera vez que veo un taxi pirata en este pueblo. Uno de los chicos se queja de que sólo tiene 10 euros, otro le espeta de mala gana que es justo lo que cuesta la entrada, un tercero le pregunta cómo va a volver. No parecen muy contentos, dan por hecho que el resto tendrá que cubrir su parte. Le toca ir apretujado en la parte de atrás. Parece ser el pardillo. El taxista empieza a ponerse nervioso. Está perdiendo tiempo y quizás clientes; además, se ha dado cuenta de que yo observo toda la escena. Tengo suerte. Para cuando vuelvan, yo ya habré dormido. Me estaré levantando, probablemente. En la escena todo es discretamente ilegal, permisivamente clandestino, clandestinamente bello. Pero la noche está preciosa, ellos la pasarán en la playa y oirán música frente al mar.

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