La noticia del cierre de una librería debería ser motivo de gran duelo para los habitantes de cualquier barrio o ciudad. La del cierre de Las Libreras me coge en plena lectura del libro de Irene Vallejo, El infinito en un junco, un viaje apasionante por la historia del libro, que me tiene embaucada. Los que provenimos de la era analógica, los que aún tuvimos que abrir las cajetillas de las bibliotecas y dirigirnos al mostrador con la tarjeta en la mano, rezando por el camino que el ejemplar que necesitábamos para nuestro trabajo no estuviera prestado, los que aún llegamos a maquetar las portadas de nuestros trabajos escolares y académicos con cajas de luces y letraset, guardamos, en las galerías de nuestras almas, estampas bellísimas de un tiempo que ya no existe y que se va difuminando y volviendo de color “ filtro vintage”. La primera “librería”, en el significado anglosajón, de la que tuve conocimiento fue la de mi padre. En realidad era un mueble-bar, pero allí no se atesoraba ninguna bebida alcohólica ni tampoco ninguna caja de medicamentos, allí sólo se guardaban libros. En cualquiera de sus estantes había libros a rebosar. También había un magnetofón de cinta que me atraía poderosamente y los cuadernillos de la carrera de filosofía que mi padre hacía a distancia. Mi madre me hacía limpiar el mueble todos los sábados por la mañana desde muy pequeña. En principio, yo asumí aquella tarea como un castigo y a regañadientes, porque desde el primer día, limpiar aquellas estanterías me llevaba demasiado tiempo. Yo iba sacando los libros uno a uno, echándoles un ojo, pasándoles el trapo y volviéndolos a colocar, y siempre había alguno que me distraía un par de horas de mi trabajo. El primer libro que cayó en mis manos fue un librito marrón llamado Campos de Castilla de un tal Antonio Machado editado por Círculo de Lectores. Abrí el libro, leí los primeros versos y me senté en el suelo frío con el trapo a un lado. No pude dejar de leerlo. Creo que copié sus poemas durante años y también recuerdo que, al abrirlo, pensé que nunca había oído a nadie hablar así. Me pregunté por qué nadie me había dicho que se podía hablar de esa forma. Yo tenía 6 años. En esas mañanas de sábado, y de la misma forma, leí a Lorca, a Juan Ramón Jiménez, a Miguel Hernández… con ellos me fui haciendo mayor y, a través de ellos, llegué también a la música de mi madre: Mari Trini, Serrat, Amancio Prada,... que cantaban con la misma voz que salía de esos libros. En mi pueblo no había librerías, sólo había kioskos que vendían y cambiaban tebeos, así que mi educación literaria podía oscilar entre leer el Rojo y negro de Stendhal, descubierto en la biblioteca de mi padre, a las divertidas aventuras de Zipi y Zape o las rocambolescas escenas de 13 Rue del Percebe. Mortadelo y Filemón nunca me gustaron, lo cual era ventajoso para mí porque eran los primeros que se “gastaban”, es decir, los primeros en desaparecer de la pila de tebeos intercambiables. Lo increíble de aquello es que el proceso de selección de un tebeo podía llevar horas y el kioskero te dejaba manosearlos y abrirlos todos, de modo que si eras ya hábil en la lectura, podías llegar a leer unos cuantos mientras te decidías. Un día alguien me habló de que en el pueblo había un lugar con muchos libros y que se llamaba biblioteca. También me dijeron que había libros para niños y que podías llevártelos a casa. Después de indagar y descubrir que la biblioteca estaba cerca de la casa de mi abuela, planeé mi visita a escondidas. La noche anterior no pude dormir. No le dije nada a nadie temiendo que me prohibieran ir sola. La visita fue decepcionante. La sala, sólo había una, no contenía muchos más libros que el salón de mis padres, y la bibliotecaria, una solterona malhumorada que nada sabía de libros y que tenía poca empatía con los niños, no me dejaba tocarlos. A pesar de que allí nunca había nadie, me dejó explícitamente claro que los libros se los debía pedir a ella para no desordenarlos, que sólo podía sacar tres en cada visita y que debía leerlos allí. La operación “ biblioteca” se desinfló tras la cuarta o quinta visita. No poder tocarlos, ni abrirlos ni cerrarlos, no poder leer un poco antes de decidirme, incluso no poder sentarme en el suelo para mirar los de los estantes más bajos, me amargaba enormemente y siempre volvía a casa malhumorada. Sentía siempre su mirada en el cogote.
Un poco más tarde descubrí que los libros podían ser, para algunos, “peligrosos”. La siguiente imagen relacionada con libros que guardo en “mis galerías” es la de mi madre, en nuestro piso “ de los maestros”, intentando esconder algunos libros mientras lloraba. No sé si los tiraba a la basura o fue mi imaginación la que fabricó, con el tiempo, su imagen intentando quemarlos en un pequeño lavadero que teníamos. Algún día se lo preguntaré. Aquella noche mi padre no vino a casa, pasó la noche en el ayuntamiento. Era 1981 y yo tenía 8 años. Los libros de los que mi madre intentaba deshacerse eran de un tal Mao y un tal Marx y nosotros no teníamos teléfono, así que mi madre se pasó la noche en vela llorando hasta que vio entrar a mi padre al amanecer.
¿ Dónde podíamos conseguir libros los adolescentes y los jóvenes en un pueblo sin librerías y con una biblioteca a medio gas? Si no hubiera sido por esos representantes de libros que llamaban a la puerta oliendo a sudor con sus catálogos bajo el brazo y los zapatos polvorientos, no sé qué habría sido de nosotros. Mi madre estuvo comprándole libros al Círculo de Lectores hasta el mismo año en que cerró. La navidad del 2013 aún nos sorprendió regalándonos algún libro de Isabel Allende o de María Dueñas. Yo le pregunté sorprendida si todavía le compraba al Círculo de Lectores y mi madre contestó - ¿dónde quieres que compre libros en este pueblo sin librerías?- El día que lo cerraron, un año más tarde, el representante vino expresamente al pueblo a despedirse de mi madre. Había sido una buena compradora. Tocar a su puerta significaba venta segura. Los tentáculos de Amazon comenzaban a ser demasiado poderosos y las librerías, en las ciudades casi siempre, tuvieron que reinventarse ofreciendo cafés y tartas, poniendo en pie una programación cultural o realizando talleres y lecturas. Una de las cosas más asombrosas ha sido la gran cantidad de actividades para niños que han puesto en marcha. Si yo hubiera podido vivirlas con siete años, habría sido la niña más feliz del mundo. A mis hijos los he llevado a infinidad de talleres y actividades infantiles y he visto cómo disfrutaban y aprendían.
El cierre de una librería en un barrio es el cierre de muchas ventanas al mundo. Los que nos dedicamos a escudriñar en librerías de viejo, en revistas antiguas o en mercadillos de libros de saldo, sabemos que no todo está en internet; que para descubrir a veces una verdadera joya olvidada hace falta abrir muchos libros, muchos; que no todos los libros, cuando los abres, les hablan de la misma forma a todas las personas; que llegar al papel impreso, como cuenta Irene Vallejo, ha necesitado un largo camino de luchas, guerras y sangre entre pueblos; que cuando una librería abre se enciende una luz y se apaga, cuando la cierran. El cierre de las librerías es el inicio del fin de los libros de papel. Nadie comprará algo que no puede abrir, que no sabe qué contiene dentro. Ni siquiera online. Quien compra online lo hace porque antes tiene referencias del libro en otros espacios, en presentaciones, lecturas o talleres. Cerrado el espacio, desaparecen también las referencias. La situación actual no ayuda. Desapareció el representante polvoriento de los pueblos, desaparecen las pequeñas librerías en pueblos y ciudades, pero todos tenemos la esperanza de que esta situación sea sólo transitoria. El momento de retirarse a reinventarse y tomar impulso. Nosotros, los eternos y raros niños-lectores, a los que nos gusta hojear libros y sentarnos en el suelo, estaremos siempre esperando expectantes a que abra alguna.