Mi primera incursión en el mundo
editorial fue poco tiempo después de terminar los estudios universitarios.
Cansada de enviar curriculums a grandes editoriales y de no obtener ninguna
respuesta, decidí montar mi propia editorial con tres amigas. De aquella
efímera y romántica experiencia que fracasó, entre otras muchas cosas porque
ninguna de nosotras tenía idea de distribución y comercialización, aprendí
mucho. En primer lugar, a distribuir la carga de trabajo, a cumplir objetivos y
compromisos y sobre todo, que los libros, como todo el mundo sabe, hay que
moverlos. Aquella pequeña editorial fue engullida por otra mayor que a su vez
fue devorada por un pez más gordo. Cuando una editorial mayor se interesa por
otra más pequeña, se arma un revuelo de albricias y alegrías comparable a la
lotería de navidad. Luego, con el tiempo, una se da cuenta de que el único
objetivo de la mayor es hacerla desaparecer, limpiar la zona, erradicar
cualquier atisbo de competencia por pequeña que sea. En este mundo de pocos
lectores, cualquier pequeña editorial que distribuya en un radio de acción
provincial o regional, suele provocar grandes quebraderos de cabeza a otras
mayores. El escaso espacio de las pequeñas librerías o escaparates está ya
destinado a las obras de mayor tirada, y si se trata de poesía, quizás tienes
suerte de encontrar una estantería con tres baldas. Durante toda la historia de
la literatura, la mayoría de los editores de cualquier país, eran editores
locales o provinciales. Ser editor o impresor era un oficio tan necesario en
cualquier comunidad pequeña como ser zapatero o boticario. Casi todos ellos
alimentaban a familias de cuatro y cinco miembros con su trabajo diario. Y esto
ocurría en cualquier ámbito profesional. Por poner un ejemplo, hace unos años
se jubiló una señora viuda que regentaba una floristería en la esquina de mi
calle. Al frente de aquel negocio, la señora había criado a cuatro hijos y tres
de ellos habían hecho estudios universitarios. Desde que la traspasó, he visto
abrir y cerrar el mismo local tres o cuatro veces en menos de cuatro años.
Ninguno de los negocios ha durado más de seis meses. Lo que quiero demostrar
con esto es, que el concepto capitalista de negocio, asociado siempre al de
éxito rápido y a la manipulación de herramientas con este único fin (véanse
hoy las redes sociales ), ha engullido el concepto de trabajo. El trabajo de
todos los días, el que nos da de comer y servía para llevar una vida modesta y
digna.
Gema Estudillo
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