
(antes de la batalla)
Se acicala despreocupado entre perfumes.
En su adentro apenas hay estancias. Una para soñar
y otra para querer.
No necesita armarios ni patio trasero.
Lo alimenta el frenesí y el desgarrado brillo,
el incesante murmullo de los mercados,
y si el cielo se convierte en piedra y se derrumba,
lo hallarás en la lista de muertos.
Da envidia verlo caminar bajo la lluvia
sin paraguas y sin buscar refugio.
Él es lo que ves. Todavía.
Y se moja porque le gusta.
(altos vuelos)
Cierro los ojos y veo azafatas. Delicadas y deliciosas.
Con sombrerito azul y falda ajustada,
salidas de películas color pastel.
Profesionales que hacen grato mi vuelo
para que olvide el terror a las corbatas,
que me suministran Prozac y cacahuetes,
y sonríen si les pido matrimonio.
Tiernos gamos asustadizos que desaparecen de mi lado
cuando una voz anuncia por megafonía
el nombre de la siguiente parada.
Las puertas del metro se abren,
y entran y salen criaturas. Todas con prisa.
Todas sin pausa. Todas en dirección contraria
a la que corren mis azafatas.
(la joven de la perla)
No es tu cuerpo lo que miro, chica ofendida y sonrosada,
aunque eres bella hasta decir basta
y yo no soy una efigie. Es tu aire lo que admiro,
tan distinto al que me envuelve,
a pesar de que un análisis de ambos
arrojaría valores similares.
En mi atmósfera cargada de plomo,
tu entusiasmo sería un gas noble
y flotaría como el vuelo de una falda en los bailes
y verbenas de verano. Más que verte, huelo en ti
el aire de mí mismo en otro aire.
Y no te imagino desnuda. Si acaso,
solo en bikini.
( Publicado en Las hojas del Baobab, 16 )
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